Por distintas razones mi confesión de ayer se hizo esperar
un poco más de lo habitual. Mientras esperaba, pensaba en lo que me iba a decir
el cura, en la vergüenza por mis pecados y en las cosas que hice y que iba a
confesar.
El sacerdote había salido y después de algunos minutos,
volvió. Confesó a una persona antes de mí y luego me confesó. La confesión no
duró más de dos minutos, la penitencia fue muy breve, pero pude experimentar
todo el amor del Señor en las palabras de consejo del confesor y en la hermosa
absolución que la Iglesia tiene reservada para los penitentes:
“Dios Padre misericordioso que reconcilió al mundo por la
muerte y resurrección de su hijo, y derramó el Espíritu Santo para el perdón de
los pecados, te conceda por el ministerio de la Iglesia el perdón y la paz. Yo
te absuelvo de todos tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo”. Luego el padre me dijo que fuera en paz.
Y así salí, en paz.
Y mientras salía pensaba en lo mucho que a veces nos cuesta
perdonar y pedir perdón sinceramente: por vergüenza, por miedo, por orgullo,
por dolor, por rencor, por tontos, por ideas extrañas, por tantas cosas que al
final de cuentas no valen la pena o no nos ayudan.
Si no perdonamos o no pedimos perdón, surge un peligro que
crece y crece como la masa fermentada por la levadura: el rencor o el
resentimiento. Este sentimiento tiene además al tiempo como uno de sus mejores
aliados. Mientras más tiempo pase, más rencor habrá y más difícil será perdonar
o pedir perdón.
El rencor es como la mugre que cubre los carros cuando quedan
varados por mucho tiempo. No permite ver lo que hay debajo, no permite ver la
belleza del auto en todo su esplendor. En el caso del rencor, contamina el alma
impidiendo que brille con la luz que todos tenemos para ofrecer.
El Papa Francisco aconseja que en la familia se vivan o se
hagan tres cosas: pedir perdón, pedir permiso y dar las gracias. De las tres,
creo yo que esta del perdón es la que suele costar más, probablemente porque
sus frutos son los más bellos.
Una familia que perdona y se sabe perdonada es una
familia humilde, que camina en la verdad y que avanza, que no deja que la mugre
le impida brillar: la reconoce y la limpia con el agua fresca del perdón, de
esa misericordia que Dios nos enseña a vivir cotidianamente con su ejemplo.
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