La
cuarentena por el coronavirus comenzó en Perú el lunes 16 de marzo. Los dos
primeros días la que salió a comprar fue mi esposa porque ando medio cojo. Sigo
medio cojo a causa de un desgarro, pero el que sale ahora a hacer las compras
de lo que hace falta en casa soy yo.
Es
curioso ver poca gente o no ver gente en las calles. No pasan carros, se oye
más nítidos los ruidos de la naturaleza, los de los árboles. Extraño un poco la
bulla del colegio que está justo frente al edificio donde vivo.
Ya
no está el frutero, tampoco el verdulero. Hace días que no veo al panadero de
todas las mañanas. En su lugar ha aparecido constante uno que a veces veía por
las tardes.
En
las tiendas a veces faltan cosas pero las básicas no. Gracias a Dios todas las del
barrio reciben tarjeta de crédito porque tenemos muy poco efectivo y los
cajeros automáticos no tienen dinero.
A
las 8 en la noche, la gente sale muy puntual a aplaudir, a gritar, a dar vivas
por el Perú. Creo que todos salen un rato a la ventana a respirar, a
desfogarse, a mirar esa calle que por estos días y a causa del coronavirus está
prohibida.
Y
esta cuarentena por este bendito (¿maldito?) coronavirus ha coincidido con la
Cuaresma. Y en mi caso con el desgarro de los músculos de la pantorrilla
derecha. Y por el cierre de todos los servicios no imprescindibles solo pude ir
a una de las sesiones de terapia. Me quedan nueve y con suerte iré cuando estos
días de encierro o cuarentena terminen.
Puedo
decir, con toda honestidad, que no ha sido muy complicado estar en casa. Lo difícil
es ponerse creativos para que los niños, especialmente el menor, nos permitan
hacer el trabajo que sí tenemos y que no ha parado. La labor diaria en mi caso
se mantiene y prosigue como siempre.
Lo
difícil es también no poder ir a Misa. No poder confesarme ni comulgar. Lo
extraño y lo necesito, pero confío en el buen Señor que nos tiene también en
cuarentena de sacramentos.
Creo
que ha querido darnos este tiempo de “ausencia” sacramental para valorar más
los tesoros que tenemos en la Iglesia Católica.
Hoy
me tocó hacer una nota sobre una religiosa que decía que el cierre de las
iglesias es una ocasión para meditar sobre qué cosa es realmente la Iglesia,
para volver a nuestras raíces, para enamorarnos un poco más de Dios, de ese
Dios que nos ama hasta darlo todo, nos cuida y NUNCA nos abandona.
No
lo dudemos ni un minuto.
Cada
cual tiene sus propios desafíos, angustias y problemas. Confiemos en nuestro
buen Dios y busquémoslo un poco más, en familia, para que en esta Semana Santa
nos ayude a convertirnos un poco más, nos ayude a vivir la solidaridad con el
que menos tiene, nos ayude finalmente a ser lo que tenemos que ser para que se
haga concreta la “revolución” del amor para hacerle frente a todos los males
del mundo.
Estemos
juntos y en familia, sigamos con atención las celebraciones por televisión o
Internet. Dispongámonos adecuadamente para cada una, como si estuviéramos en la
iglesia a la que solemos ir.
Y
si no solemos ir a la iglesia, pues igual sigamos las celebraciones que sin
duda nos harán mucho bien.
Yo puedo, tú puedes,
todos podemos. ¡Un abrazo y adelante!
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