El
domingo después de Misa con mi familia vimos que al costado de la iglesia había
un pequeño bazar en el que se vendían algunas cosas para ayudar a una causa
social.
Entre
los puestos había uno de una señora que vendía un licor de arándanos que nos
dio a probar. Era una delicia. Quise comprar una botella pero no tenía efectivo
y tampoco una forma electrónica a la mano para hacer la transacción. La señora
tampoco tenía un dispositivo para tarjetas. Era una venta en una iglesia, era
perfectamente normal que no tuviera uno.
La
señora me dijo entonces: “Si quieres te lo llevas y luego me depositas, yo
confío”. Hace mucho, pero mucho tiempo que no escuchaba algo así, especialmente
en Lima, Perú, donde vivo. Alguien que no me conocía me acababa de decir que
confiaba en mí, que iba a confiar en mi promesa de pago sin ninguna garantía además
de mi palabra, y no era poca plata.
Ya
me gustaría tener ese nivel de confianza con otras personas bastante más
cercanas, pero fue esta señora la que confió y esperó. Así que para responder a
su amable gesto, le deposité el dinero apenas pude y la llamé para agradecerle
la confianza.
Si
queremos que confíen en nosotros, tenemos que confiar en los demás. Si queremos
recibir algo podríamos comenzar por darlo nosotros primero.
Esta
señora me dio su confianza, y yo puedo decir que confío más ahora gracias a
ella.
En una ciudad cada vez más violenta y caótica y compleja como Lima, ciertamente cae como un bálsamo, como una brisa de aire fresco una actitud así que me puso a pensar en lo importante que es la confianza entre las personas. Cuántas cosas serían más sencillas, cuántos acuerdos se cumplirían sin tanta traba, cuántos conflictos se evitarían, cuánto bien se podría hacer con un poco más de confianza entre nosotros.
En una ciudad cada vez más violenta y caótica y compleja como Lima, ciertamente cae como un bálsamo, como una brisa de aire fresco una actitud así que me puso a pensar en lo importante que es la confianza entre las personas. Cuántas cosas serían más sencillas, cuántos acuerdos se cumplirían sin tanta traba, cuántos conflictos se evitarían, cuánto bien se podría hacer con un poco más de confianza entre nosotros.
Lo
que hizo esta buena señora también me recordó la confianza que Dios pone en
nosotros: Él lo dio todo para salvarnos y nos dio la potestad libérrima de
hacer lo que nos plazca con eso. Podemos ignorarlo o podemos vivir
consecuentemente y esforzarnos por buscarlo, esforzarnos por responder a ese
amor ilimitado.
Confío
en ti también, querido amigo lector. Confío en que leerás esta breve reflexión y
pensarás en confiar algo más en los demás y en el Señor que siempre te aguarda,
sin importar cuán lejos estés de Él.
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