Tengo 43 años y dos hijos hombres. Con el paso del tiempo compruebo, por
distintas razones, cómo la tarea de la educación se hace cada vez más compleja.
Los desafíos parecen interminables y siempre aparecen cosas que, de una forma u
otra, parecen superarnos.
No
es fácil ser papá y mamá. Nunca lo ha sido. No voy a explicar por qué
exactamente esta tarea es compleja, sino que voy a centrarme ahora en uno de
sus pilares: la autoridad.
Los
niños tienen que aprender a ver en sus padres justamente eso, los padres que
los van a educar y guiar para que luego ellos hagan lo mismo y, de ser posible,
lo hagan mejor.
Los
niños no necesitan que sus padres sean sus amigos. O sea, los padres sí tenemos
que ser amigos de nuestros hijos, pero nuestra tarea fundamental no pasa por
allí.
En
esta misión que nos ha sido encomendada de lo alto, es decir, por Dios, la autoridad
es fundamental porque con eso los hijos aprenderán a ver en nosotros un punto
de referencia sin el cual difícilmente podrán crecer como deben hacerlo.
Sin
el ancla de la autoridad, les generamos a los niños dudas e incertidumbres que
no van a tener cómo resolver después. Por
eso es importante que padre y madre vayan de la mano, incluso a veces, en el
error. Me explico: Si el papá da una orden en presencia de la mamá, pero está
equivocado, la orden debería realizarse y luego ya en privado la madre podrá
hacer la corrección respectiva.
Para
los niños, padre y madre deben ser uno. Así como nos hacemos una sola carne al
casarnos, así también la autoridad debe estar en ambos, con la misma fuerza e
intensidad.
No
puede darse (es fatal cuando no es así) que uno de los dos diga algo y que el
otro lo desautorice. Con eso el niño o la niña aprenderá que lo que diga uno de
sus padres no es tan importante como lo que dice el otro.
Y
eso simplemente no puede pasar. Padre y madre deben ser un bloque sólido en
cuanto a la educación y la autoridad. Es cierto que pueden tener opiniones
distintas, pero a la hora de educar deben funcionar juntos, deben actuar
juntos.
Las
diferencias y los desacuerdos deben conversarse en privado, no delante de los
hijos. Y esto sirve para casi cualquier aspecto de la vida conyugal. Lo que
para nosotros puede ser una pelea sencilla, a los hijos los puede marcar.
Evitémosles este trance y si hay alguna diferencia, resolvámosla juntos y en
privado.
La
autoridad tiene su base en el amor, el respeto y la exigencia. El amor, cuando
es verdadero, es y será exigente.
No
te conviertas en un padre o una madre engreídora. No te permitas no ser el
padre o madre que estás llamado a ser. Tus hijos te necesitan enteramente padre
y enteramente madre. Para engreírlos están los abuelos, de algún modo esa es la
ley de la vida.
Autoridad
no significa tampoco ser autoritario. Si te excedes, pídele perdón a tu hijo.
Si haces algo mal para con él o ella, dile que te equivocaste. De este modo,
tus hijos aprenderán también a ser humildes, a reconocer sus propios errores,
aprenderán algo que es tan necesario hoy en día y cada vez más escaso:
aprenderán a asumir la responsabilidad de sus actos.
Y si no estás seguro de algo, pregunta. Si tú y tu cónyuge
no saben qué hacer, pide ayuda. Nada peor que tener un problema al frente y no
enfrentarlo por temor, duda, indecisión o peor, por indiferencia.
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